VII

De pequeñas C. y M. jugaban a desmayarse, a provocarse el desmayo, una a la otra, mediante la presión de la arteria carótida, a la altura del cuello. Todavía recuerdan sus risas como locas al caer al suelo de bruces, repetidas veces, hasta que no podían más. Más adelante, una de ellas se estremeció cuando un chico la cogíó de la mano; la otra, la más bella y radiante, sintió escalofríos cuando una chica la rozó. A pesar de la distancia, las dos estaban muy unidas, más allá de los lazos de sangre de sus padres, que equivalían al parentesco de primas; los posibles temores que tenía C. de que M. la rechazara, al confesarle que tenía una amante, una chica de largos cabellos, mirada lánguida y pechos generosos, se esfumaron al instante, nada podía separarlas y menos todavía algo así. Con la valentía de mantener una relación semejante, aunque fuera a escondidas, en un pueblo pequeño, pasaron los años. La aparición en escena de J., un compañero del trabajo, vino a cambiar a peor las cosas. Enamorado locamente de C. no paró hasta apartarla de su amante, a la que odiaba con toda su alma, y conseguir hacerla suya. El día de la boda, después de la ceremonia, las dos primas se apartaron del bullicio, fueron a un rincón y se pusieron a llorar mientras se miraban a los ojos, sin consuelo. Nadie entendía nada, pero ellas lo sabían. Era el principio del fin, la unión sellaba la separación y el progresivo entristecimiento de unas vidas antes felices y plenas. La llave estaba echada en el cerrojo.