IX

El ruido del tráfico, los árboles cortados y marcados con cruces rojas, sirven de telón de fondo de la escena. Un hombre sudoroso cruza la calle a paso rápido casi sin mirar; pocos instantes después, una mujer embarazada que empuja un cochecito de bebés, al grito de al ladrón al ladrón, sigue el mismo recorrido. El bebé, aunque bien sujeto y abrigado, siente el traqueteo de las ruedas y el tono de voz alterado de la madre. Un observador imparcial, desconocedor de la relación de causa-efecto entre el delincuente y la víctima, tendría serias dificultades para distinguir cuál de los dos rostros refleja más desesperación, miedo y angustia. La única diferencia apreciable sería que uno de los rostros está cubierto de lágrimas y el otro es como si llevara toda la existencia sin saber lo que es llorar, insensible a su propio dolor. En esta zona gris de las ciudades, arenas movedizas de asfalto en las que se hunden el que huye y el que persigue, cada uno por su interés, en este grado de envilecimiento e indeterminación, de lucha por la vida y lo que pertenece a esta vida, que nivela a los oponentes y no distingue al otro como tal, el hecho social, la socialización como vínculo abstracto, nace y revela su naturaleza de neutralizador ético. Con sólo tensar la situación un poco más, lo que está sucediendo será un pálido reflejo de lo que acabará pasando a una escala mucho mayor y más terrorífica.