XXI

El cajero automático entona su canción monótona, mezcla de cálculos, lectura de códigos y actualizaciones, entre zumbidos y murmullos eléctricos. De música de fondo, se escuchan unos cantos bastante diferentes, de claro acento balcánico. Una mujer con un pañuelo negro en la cabeza, sentada de rodillas sobre un cartón; a su derecha, un bastón inclinado, a su izquierda, un vaso de plástico con algunas monedas. Está justo delante de la puerta. Al otro lado entona su canción de muerte y súplica. Sólo un cristal separa los dos mundos, pero es como si hubiera un abismo entre el interior y el exterior, cada vez de mayores proporciones. No hay nada a ocultar; todo es visible, la transparencia es total. La voz es el único testigo de un desarreglo profundo en el corazón de la ciudad. Debería escucharse.

XX

Tráfico intenso. Una esquina cualquiera en una gran ciudad. Un cartel visible: "Tengo hambre". Sobre unos cartones, una mujer de mediana edad, envuelta en varias capas de ropa, extiende la mano, como si fuera un acto reflejo, condicionado, que en algún momento alguien le ha enseñado a la fuerza. A su lado, una pequeña perra y su cachorros reposan quietos; los sedantes son un recurso habitual para pedir en la calle. Los amos de este negocio de la miseria, último eslabón del mundo laboral, conocen bien que los animales son el punto débil de las almas caritativas. La mujer lleva tatuado el nombre de "Mikaela" en el antebrazo. Es el nombre que le ha puesto su propietario. Otros la llaman simplemente mendiga. Los campos de concentración no son cosa del pasado.

XIX

Una mañana fría en una estación de autobuses. Pocos viajeros. Un hombre sentado en un banco de hierro, corpulento, un poco inclinado hacia delante. Lleva una cazadora negra desgastada, pantalones azules, zapatillas de deporte. Pelo desarreglado, medio calvo. Indiferente a lo que pasa a su alrededor, mira al vacío, inmóvil, como si no comprendiera nada. Sujeta entre las manos débilmente, a punto de caer, una mezcla de formularios, documentos de identidad y pasaportes. De cuando en cuando, baja la cabeza y mira las fotografías con una mezcla de estupefacción y asombro: no se reconoce. Vuelve a levantar la cabeza. No sabe quién es. No sabe qué hace ahí. Llega el autobús.